13. Me establezco por mi cuenta y riesgo.

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13. Me establezco por mi cuenta y riesgo.

Como decía, “senté plaza”. El regimiento del Milán estaba en el edificio que ocupó después la Facultad de Filosofía y Letras, era un convento precioso, con un claustro muy alegre, así los despachos tenían mucha luz, aunque resultaban un poco fríos en invierno y los orientados al Sur calientes en verano. Pero me estoy adelantando, hasta que cumplí dieciocho años “el reglamento” no me permitía promocionar a sargento y por tanto mi trabajo fue de manejo de tropa y dormía en la compañía con los soldados, lo último que se me hubiera ocurrido es solicitar “pase pernocta” para poder dormir fuera del cuartel, en casa de mi padre era impensable y no tenía más dinero que lo asignado a la tropa, que como decían las ordenanzas era: “para agujas e hilo”, para mantener en un estado decente el uniforme, en resumen era pobre de solemnidad.

Después de promocionar a sargento pasé a la mayoría, que era la administración del cuartel, que como sabéis, habitualmente la regenta un comandante. El convento era de la orden de las Clarisas y antes de ser cuartel albergó un colegio de una universidad pontificia. 

Últimamente, en los años 55-56 de este siglo, siglo XX, este precioso edificio ha sido objeto de intereses diversos y han demolido la fachada, acristalado el claustro para hacer oficinas en los corredores de modo que desde el exterior sólo se identifica una parte mínima de la fachada y el claustro perdió toda su personalidad. Por cierto la parte exterior conservada es una muestra preciosa de lo que fue, con esa magnifica portada. 

Cuando se habló de reformarlo hubo mucha contestación ciudadana y los ”modernos” que querían esa atroz reforma llamaban a los que se oponían “los clarisos” para desprestigiarlos, una pena. Oviedo a lo largo del siglo XX perdió el convento de San Francisco, el convento de las Clarisas una buena parte de la muralla y el acueducto, y todo ese expolio se hizo en aras a la modernidad, ¡qué disparate!. Volvamos a mi crónica.

En seguida fui promovido a cabo y con dieciocho años, como decía fui promovido a sargento, era la edad mínima. 

Recuerdo, no sin cierta exasperación, como el capitán Vallejo cuando pasaba revista me decía: 

-Sargento “Echeverría”, déjese crecer el bigote-. Yo le respondía una y otra vez: -No me crece mi capitán- y él siempre repetía la misma chanza: -Pues únteselo con tocino-. 

Supongo que esa broma llenaría de regocijo a mis soldados, pero ellos se libraban muy mucho de expresarlo. Se esperaba que los sargentos usaríamos bigote y yo siempre fui lento en mi desarrollo y tardó años en salirme y ya lo mantuve toda mi vida, incluso cuando estuve mal herido y no me valía por mi mismo y tenía que ser afeitado, entonces me hacía afeitar por Matilde, mi esposa que ya conoceréis, pero respetando y recortando el bigote. 

Decía que los soldados no querían cuentas conmigo, ni nadie en general, porque yo no me salía de mi paso, mantenía mi camino y si era necesario por escrito. Por ejemplo, en el cuartel los caballos estaban muy maleados, sufriendo a los soldados que iban llegando y marchando con sus quintas. Había un caballo negro que llamábamos el Turco que coceaba y lastimaba de vez en cuando a uno de los soldados que hacían de mozos de cuadra. 

Una vez que el Turco coceó a un soldado, estando yo de servicio, di parte y me empeñé en que ese caballo no debería seguir en el cuartel. Pero no había modo de eliminar un caballo que no dejaba de ser un activo del que había que dar cuenta. Habitualmente eso se solucionaba cuando algún oficial decidía que la situación ya era inadmisible, se simulaba un accidente y de ese modo se comunicaba la pérdida de un animal para el cuartel, eso requería mucho papeleo y en mi opinión “soldados era lo que sobraban” y no había voluntad de meterse en líos por parte de los oficiales”. 

Mi campaña de dejar por escrito el más mínimo incidente con el Turco, junto con la toma de conciencia de los soldados de que el Turco no era inviolable, hizo que se me comunicara el más mínimo problema con el caballo, no todo era digno de ser recogido en un parte, pero el coronel harto de mis papeles decidió sacrificarlo. No es que yo tuviera un empeño especial en ganar ninguna partida, sencillamente no podía admitir que los soldados a mi cargo corrieran peligros innecesarios. Eso trascendió y aunque no se relacionó oficialmente la orden de sacrificio con mis partes, todo el cuartel consideró que era mi mérito. 

He de resaltar la generosidad del coronel, que no sólo no me guardó ningún rencor por obligarlo a tomar esa decisión, al contrario, por esas fechas decidió destinarme a la mayoría. Seguí haciendo guardias, semanas y demás actividades propias de mi rango, pero a diario me ocupaba en la contabilidad del cuartel, eso me llevó como os contaré más adelante a una situación curiosa con un personaje que pasó a la historia y que esa anécdota describe mucho de su personalidad.

Para dar una semblanza que me describa, debo decir de mí que siempre fui muy poca cosa, apenas 50 kilos, mis brazos siempre fueron desproporcionados, por su robustez, con el resto de mi cuerpo, mi estatura pasa escasamente el metro y medio, apenas unos centímetros. Pienso que la muerte de mi madre me tomó en un mal momento y la mala alimentación de la casa incidió más en mí que en mis hermanos que no debieron vivir esos años de mala administración, en un momento tan crítico para su desarrollo.

Yo era enérgico y en el cuartel se apreciaban mis capacidades. Por ejemplo en cierta ocasión que mi batallón salió de marcha, al retorno dos de los soldados estaban exhaustos. El comandante del batallón pretendía entrar por las calles de Oviedo desfilando, “marcando el paso”; lo que no era posible con esos dos soldados de paso vacilante. 

Yo tenía dieciséis años, era el cabo más joven del batallón, me dijo: -Cabo Echeverría coge sus fúsiles y llévate a estos dos por calles en las que no llaméis la atención-. Así cargué con el peso de los tres fúsiles y nos fuimos al cuartel por calles discretas, para salvar el honor del cuartel y los llevé poco a poco permitiéndoles apoyarse en mis hombros, supongo que mi corta estatura les facilitaba tomarme como apoyo, creo, que al elegirme a mí, el comandante depositaba una confianza que él creía que merecía. Supongo también que la referencia de ser hijo de mi padre me daba una cierta confianza a priori y yo nunca me hubiera permitido desmerecer, hacerlo quedar en mal lugar, como Echeverría que soy.

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