10 En las guerras carlistas.
10 En las Guerras Carlistas.
Cuadro "Calderote" (Primera Guerra Carlista) by Ferrer Dalmau
En Beiciella, mi abuelo me contaba cosas de su vida, sus historias y batallitas. Creo que mi atención le producía consuelo, por esas fechas ya nadie lo escuchaba, hasta mi abuela había perdido el interés en él.
Reconstruir lo contado es complejo, en su media lengua me habló de la primera guerra carlista a la muerte de Fernando VII, pero después habría aun dos más. Decía él que una mujer no vale para reina y que los que la defendían lo hacían para mandar ellos y someterla a sus caprichos y que Dios quería que el rey fuera don Carlos.
Me contaba mi abuelo que cuando tuvo noticias de la última guerra carlista, averigüé después que era la tercera, intentó movilizar a sus hijos y conquistar la comarca para la causa Carlista. Sus hijos no lo tomaron en serio, él me lo contaba llorando, así que lo encerraron en un cuarto y clavaron la puerta y ventana, para que no pudiera huir y de ese modo se acabó la guerra Carlista en Las Luiñas. En 1872 Juan con sus cerca de 50 años había perdido el poder en su casa y en el cuartel sus hijos tenían más rango que él.
Mi abuelo que era de una aldea de Tolosa, creo que de Albístur, me contaba que cuando era niño paró allí un grupo de soldados y acamparon. Que iban vestidos con ropas de colores y con armas, que hablaron a los mozos y que hicieron un desfile y unos ejercicios con lanzas y espadas. Luego dieron una misa y pidieron a los mozos que se alistaran.
Al parecer no ahorraron en nada, asaron un cerdo y el vino corrió a raudales, de ese modo convencieron a muchos de alistarse, aunque algunos supongo que no eran conscientes de la aventura en la que se estaban metiendo, recordaba los malabarismos del sargento mayor con la porra, que, según mi abuelo decía, eran más espectaculares que las realizadas por sus parientes en las ferias.
A él, como era un niño, no lo quisieron, pero él se fue detrás y me contó que el mosén de la tropa lo protegió y lo dejó seguir con ellos. Desde allí siguieron reclutando mozos y exigiendo que se les diera comida y lo que necesitaban. De unos cogían dinero y en algún sitio importante pagaron por las vituallas. Mi abuelo contaba que en seguida pasó a ser inseparable del mosén y ayudaba en la misa y comía siempre con él. Les llegaba lo mejor, las mejores tajadas.
El mosén intentaba confraternizar con los curas locales y muchos de ellos colaboraban a la recluta y participaban en las comidas que daban para crear entusiasmo, con soflamas y animaban a los mozos a buscar la gloria.
En aquella comarca la recluta era fácil, como sólo heredaba el hermano mayor y los demás quedaban trabajando para él a expensas de su generosidad y a veces sometidos a su despotismo, sobraban solteros, pues los dependientes de la casa familiar fueran hombre son mujeres no podían constituir familia mientras estuvieran a la sombra de la propiedad de su hermano mayor.
El mosén era maño, como él decía de sí mismo y despreciaba la rusticidad de los campesinos que se incorporaban a las filas, decía: -son unos rústicos, son unos brutos, no saben ni hablar, espero que al menos sean bravos-. Esto me lo decía mi abuelo, para luego decirme que ante unas fuerzas muy superiores los suyos no se entregaron y lucharon hasta que no hubo ninguna posibilidad.
Para él, para mi abuelo, incorporarse a la milicia, fue la liberación de los trabajos de hacer picón y otras actividades auxiliares de la fragua de su familia. A mi abuelo le habían dicho que su padre había fallecido siendo él muy niño. Su madre no era original del clan y tenía su familia lejos, así que quedó indefensa y no lo pudo amparar, ya que había pasado a cuidar a otro hombre que tenía sus propios hijos y estos recibían toda la atención.
Cuando pienso en la infancia de mi abuelo me parece que es todo tenebroso, que puede no haber nada de cierto o casi nada en lo que él creía que había sido su origen. Para mí, por lo que me dijo, lo robaron en alguna aldea cuando la que pasó por ser su madre perdió un bebe, lo digo interpretando las cosas que le oí contar. Para mi que en seguida, en cuanto se valió un poco fue repudiado por el marido de su madre y ella continuó al cuidado de sus hijos naturales, aunque su pena por no poder cuidarlo la sumió en una melancolía que ya no superó. No tenía a nadie que realmente la quisiera y a mi abuelo no lo dejaban acercarse a ella.
Así mi abuelo, ese niño desamparado, era destinado a hacer los oficios más duros, recibía maltrato de miembros del clan y hasta poco antes de su huida, los días que las mujeres se desplazaban a los mercados, lo usaban para pedir limosna, exhibiendo su desnudez, sus pústulas y su roña, para dar la mayor lástima posible a los incautos campesinos de aquella comarca, que aunque tuvieran mucha desconfianza hacia ellos por ser gitanos, no dejaban de ser generosos con un niño mendigo, harapiento y de aspecto enfermizo. Hasta había aprendido a cojear. Algunas veces por los golpes recibidos la cojera era más real, otras veces fingida.
En resumen, mi abuelo hablaba de su liberación con alegría pese a los tristes sucesos que siguieron, donde perdió a las personas que lo habían acogido y protegido. En cierta ocasión me dijo:
-En realidad ahora me doy cuenta que no sé nada o casi nada de mi madre y de la troupe en la que ella vivió sus primeros años-.
Lo poco que me habló de esa fase de su vida era para él rememorar la vida nómade de la milicia, que no duró mucho pero le dejó un recuerdo imborrable.
Mi abuelo me hablaba de su familia con una mezcla de orgullo y resentimiento. Unos años antes de enrolarse volvieron al poblado unos parientes. Eran una familia de cómicos y funambulistas que también manejaban otros oficios escénicos. Me decía mi abuelo que volvían presumiendo y exhibiendo su prosperidad, hablaban de que habían trabajado con los España y con los Aragón, no recuerdo mucho más.
Intento transcribir sus palabras:
-Los niños de esa familia me resultaban odiosos por su petulancia y también por la envidia que despertaban en mí, su vestimenta y sus privilegios en comida y el poco trabajo que hacían. Nunca se los ponía a accionar el fuelle en la fragua, con el calor que daba y las quemaduras cuando saltaban rescoldos, y menos a tapar los agujeros de los montones en la elaboración del picón, con el peligro de que se rompiera la costra de tierra que aplicábamos para cerrar las entradas de aire y no se echara a perder esa hornada. -El picón lo elaborábamos en montones de ramas cubiertas con una costra de tierra. Se prendía fuego por una piquera inferior y se dejaba una abertura arriba para hacer una combustión controlada y que no ardiera con llama viva y se quemara todo. Así se obtenía ese carbón vegetal que se usaba en la fragua. La costra de tierra se agrietaba y había que parchearla para evitar que se perdiera la hornada.
-El peligro era que al subirnos a la costra para tapar las grietas en la parte superior de los montones, se rompiera la costra y que cayéramos al fuego, sabíamos que era una muerte segura; Aunque, claro, poníamos un cuidado tremendo para evitar esa muerte. Pero a los “niños bonitos” no se los obligaba a realizar estas tareas, que siempre iban acompañados de quemaduras y de la asfixia por el humo tragado .
-A mí esos niños me despreciaban y no me dirigían la palabra más que para llamarme payo y dedicarme frases despectivas. Intenté en ocasiones responder a los insultos con los puños, pero siempre los defendían los mayores y al final me llenaban de golpes, por lo que pronto decidí ignorarlos, aunque los “bonitos” eran altivos con todos, a mí, niño sin protección, me vituperaban especialmente, yo no sabía a que venía el llamarme payo. Hoy supongo que mi madre perdió un bebé y me robó a mi un día de feria y así me incorporé sin quererlo a aquel clan que me despreciaba.
-También es cierto que su llegada, la de los “bonitos”, dio prosperidad a todo el clan, porque las actividades de días de mercado y de ferias eran más fructíferas y nos desplazábamos más lejos, es decir con más frecuencia, podíamos ir a ferias más distantes, porque los espectáculos que ofrecían los recién llegados eran más atractivos y eso daba negocio y prestigio a toda la troupe.
Luego siendo ya mayor y viviendo en Oviedo, recordé esas palabras e mi abuelo, viendo que se establecían por semanas y daban funciones circenses las familias de las que él hablaba, los Aragón y los Castilla. No se si es casualidad o es sencillamente que los parientes que él mencionaba habían trabajado en los circos de esas familias muchísimos años atrás.
Decía mi abuelo, no sin emoción, que fue magnífico participar en los pueblos en las funciones de recluta de soldados carlistas. Al parecer ponían clavada la porra del sargento mayor en un campo público, casi siempre en el campo de la iglesia. Daban arengas y hacían ejercicios de bailes con lanzas y espadas, o disparaban salvas con las escopetas. A mi abuelo le recordaban los números de circo de sus familiares, pero mucho más espectaculares, por el número de soldados que participaban y las banderas que desplegaban.
Él lo pasaba muy bien, pero desgraciadamente cuando se iban a unir al gran ejército carlista los interceptaron los “soldados cristinos” y murieron muchos en el combate, otros cayeron prisioneros y algunos escaparon. Mi abuelo había caído prisionero, pero a él no lo mataron como a los demás. A él lo llevaron atado, y como se resistía un sargento muy bruto le bajó los pantalones y le dio una azotaina tremenda y ya no protestó más.
De allí fue llevado a Cuba en un barco, donde trabajó fregando, ayudando al marmitón y en lo que hiciera falta. Como no entendía bien las órdenes recibió un montón de golpes pese a que el capitán vio su buena disposición y algo lo protegió, mi abuelo decía: -“La canalla es muy canalla”-, decía que en las tripulaciones había mucho de eso…
En Cuba fue entregado a un ingenio de tabaco, donde compartió espacio con los negros. No los entendía bien al hablar y tenía cuidado de no tener encontronazos con Matías, un negro bizco y enorme que era el que campaba en las cabañas, preferido de las mujeres y temido por los otros hombres, “los negros”, como él decía.
Eso ocurría en Cienfuegos, en una hacienda cuyo propietario era un portugués que se apellidaba Etcheverría, y esta hacienda pasó a tener la responsabilidad de su custodia, él no dejaba de ser una especie de recluso.
Cuando el capataz reparó en el apellido de mi abuelo, pensó que tenía afinidad con el apellido del dueño y lo llevó a la hacienda. El señor Etcheverría lo protegió, le dio alguna instrucción y consiguió, que, ya adulto lo devolvieran a la península, alistado como carabinero.
Mi abuelo Juan nunca entendió esa reacción del portugués, pero él decía que en la vida unas veces se tiene suerte y otras no, y que eso no depende de uno si no de como caen las cosas y que él siempre caía de pie.
Me contaba que como criado de la casa grande de la hacienda, pasó a un estatus superior y eso le dio todo tipo de privilegios, desde mejor comida, pues en vez de comer el rancho grumoso de los esclavos paso a comer las sobras de la mesa de los señores y esa diferencia según él lo hizo más grande y más fuerte.
También decía mi abuelo con picardía que también se le ofrecían las sobras de Matías y que las jóvenes de la plantación eran de lo más apetecibles, sé que presumía, y no sé cuanto era cierto, pero tal vez en un régimen en que la gente sufre maltrato e interpreta que es su color la causa, conlleva que las personas confundan los valores y que las caricias de un “blanco” puedan ser valoradas.
En eso nunca imité el ejemplo del que presumía mi abuelo, al fin y al cabo soy y quiero ser un digno hijo de mi madre, la siempre añorada e imitada Adelaida Menéndez Agüera, espero mis nietos tomen ejemplo, de mis hijos no me caben dudas, porque aunque alguno es muy cortejador, creo que finalmente también Juaco es respetuoso, supongo para la desesperación de alguna de las agraciadas.
Creo que el abuelo Juan que yo conocí, a juzgar por lo que supe de su vida y de como juzgaba los resultados de lo que había vivido, era un optimista. Tal vez comparaba su vida en el clan familiar en Guipúzcoa, con su integración en la sociedad después de que el hacendado portugués se ocupara de él. Creo que sí, que había tenido mucha suerte, sobre todo por esos genes que le permitían ver siempre el lado bueno de las cosas, y que de vez en cuando se manifiestan en algunos de nosotros. Esto de su suerte era un asunto en el que insistía.
Recuerdo que una vez que rodé por el acantilado bajando a un pedrero en el cabo Vidio, me raspé y me di bastantes golpes en el descenso rodando, rodé no menos de un desnivel de 50 metros, la altura de la plana allí es de unos 120 metros sobre el pedrero del mar. Terminé todo arañado y con un golpe en la cabeza que me sangraba. Paco fue a pedir auxilio y el maestro envió a avisar a casa de mi abuelo y vinieron con un carro tirado por un burro. Me llevaron a Beiciella, donde me cuidaron. Mi abuelo me dedicó mucho tiempo, entreteniéndome con sus historias.
Me decía: -Juaco tu eres como yo, tienes suerte, tenemos suerte, si no estarías muerto, ese golpe en la cabeza hubiera matado a cualquiera, pero no a ti, tu sangraste y esa fue tu suerte, porque al sangrar te salvaste, pero otros no hubieran tenido esa sangre ardiente que se te ve hasta en los ojos, esa rabia que te defiende de la fatalidad, esa sangre que supo encontrar el camino de tu salvación.
Siguió diciendo: ¡Mira que Juan era bueno! tan voluntarioso, tan decidido, tan fuerte y sin embargo él se murió en el mar, pero tu caíste por un acantilado y estás vivo-. ¿Sabes?, en Cuba me convencí, el maestro que me enseñó a escribir me decía: -Napoleón escogía a sus generales por tres características, dos de ellas no debían ser importantes, pues no eran parte de su naturaleza.
-La primera característica que usaba para discriminar a sus generales era que fueran grandes y robustos, él no lo era.
-La segunda era que tuvieran la nariz grande, él no la tenía especialmente grande, pero Napoleón decía que era un indicio de carácter.
-Y por último lo más importante es que tuvieran buena suerte, de eso él sabía que tenía más que nadie. Nosotros también, tú y yo somos especiales. Pero mucho cuidado, si andas robando huevos de gaviota sé firme, lleva un palo, y pégales fuerte si se acercan porque juegan a asustarte para que pierdas el equilibrio. Pero no temas, tú fuiste escogido, tú eres afortunado, debes saber que los afortunados no tenemos miedo, nunca nos pasa nada malo, aunque lo parezca a veces, debes saber que todo nos ocurre para bien.
Esta atención que me prestaba impresionaba mucho a los demás y así fui cogiendo estatus en la familia.
Me contaba que en cierta ocasión, recién incorporado a la comandancia de Soto de Luiña, llegó a la Playa de Bocamar una barca grande con contrabando. Cuando él llegó estaban cargando unas mulas, se acercó agazapado y cogió una de las mulas y echo a correr y correr tirando de las acémilas. Pero detrás venían amarradas otras dos y eso enlentecía su carrera, así que los contrabandistas empezaron a darle voces y a correr detrás de él. El gritaba para pedir ayuda a los otros dos carabineros, gritando:
-Las tengo, las tengo.
Mi abuelo me contó que los otros carabineros se habían despistado y no acudieron en su ayuda, que con todo el lio, abandonado, él acabó escapando y dejando atrás a las mulas y corriendo hasta que llegó a Soto. Allí el sargento le explicó que las cosas no se hacen así. Mi abuelo me dijo:
-Yo creo que Eulogio, el comandante de puesto, era honrado, pero que los que me acompañaban no querían problemas con una pandilla tan grande.
El abuelo Juan siguió contándome:
-Yo llevaba un retaco, pero no me daba tiempo a cargarlo y sólo pensaba en correr. Detrás oía voces y carreras, pero enseguida sólo quedaban voces sofocadas y las acémilas haciendo ruido con paso acelerado que se fue amortiguando. Yo no lo hubiera pensado ni un momento, hubiera amenazado y disparado pero no estaba preparado.
-Eulogio, el jefe de puesto me estaba cogiendo estima, luego yo le puse su nombre a uno de mis hijos, me dijo: -Debes ser más prudente, podrían haberte matado. Intenté explicarme, pero tan excitado que no me salían palabras que el comprendiera. No me contestó, se encogió de hombros, como siempre que no tenía nada que decir. Él no quería entrar a juzgar a los que me habían dejado tirado.
En una ocasión en que el tío Nemesio nos visitó un domingo en Beiciella, él, Nemesio, estaba instalado en Tapia de Casariego, y me contó otra batallita de apresamiento de un alijo:
-En una ocasión pillamos un buen alijo, teníamos un aviso, los esperábamos escondidos en el camino recortado en el acantilado que baja desde el oeste, desde Oviñana, tu lo conoces bien, íbamos preparados.
-Bajamos corriendo y haciendo mucho ruido para asustarlos y que corrieran en vez de combatir, eso hicieron, dejaron atrás las mulas y la carga. Luego observamos la mercancía y a las mulas y vimos que estaban bien pertrechadas, eran vaqueiras, por las albardas y las cabezadas, habían “ahogado las campanillas”, embozándolas con trapos. Intentamos reconocer los arreos, pero no había signo que identificara a su propietario. Las albardas estaban repletas de tabaco, me pareció reconocer un pañuelo metido entre los fardos. Era de mujer, tenía bordada toscamente una Flor de Lis, pero en aquella comarca no se usaba ese signo, supongo que alguna vaqueira había recibido hospitalariamente a algún “caballero de camino”, que había usado el pañuelo para pagarle los favores, ya se sabe que ni ellas hacen ascos a esos tratos, ni ellos, los vaqueiros, se vuelven muy exigentes con lo que no vieron.
Me vio hacer un gesto de escandalizarme y entonces continuó:
-De hecho sabrás que los vaqueiros sufren los dolores cuando su mujer se pone de parto. Pueden pasar sin verse mucho tiempo con les vaques por el monte, pero no falla, cuando ellas se ponen de parto ellos pasan los dolores. Es un modo de demostrar que aunque hayan andado separados con los ganados por el monte, el niño nacido es suyo, lo que nace en la casa, es de la casa, sea animal o humano.
Era el prejuicio de mi familia sobre los vaqueiros y su moral, ahora lo veo, ya viejo, aunque aun hoy no soy capaz de dejar atrás esos prejuicios y con ellos iré a la tumba, pero es que son… Además un hijo da trabajo a su madre, pero si sobrevive a los primeros años, para su padre pasará a ser enseguida una ayuda, un elemento al que se hará trabajar.
Mi tío siguió con sus relatos, ¡Cómo les gustaba a todos contarme sus andanzas!, ser andaluz, con mi habla diferente, ser hijo de Bernardo, que era oficial en la guerra también me daba puntos, además Paco no les hacía caso, estaba en otras cosas. Siguió con el relato.
-Caminamos desde la playa, tomando todas las precauciones posibles, porque el alijo bien valía el riesgo de acometernos para intentar quitárnoslo. Además una banda de contrabandistas vaqueiros me parecía más peligrosa que si hubieran sido pixuetos, éstos son muy resueltos pero son mas civilizados, arriesgan menos.
-Mandé por delante al Renco, a mi padre lo dejé detrás, yo me fui al flanco, a media falda sobre el barranco. El tío Pedro había estado muy callado y lo envié a la derecha por en medio del valle próximo al arroyo. No sé que tenía este hombre en la mirada, me generaba desconfianza desde que yo era un niño, nunca miraba de frente y la comunicación conmigo siempre había sido muy escasa, pese a ser yo el jefe del puesto.
Así siguió contando aquella aventura.
-Yo mucho más tarde até cabos y saqué conclusiones que no dejaban al tío Pedro en buen lugar. Este hombre nunca hizo migas con tu abuelo, su cuñado, aunque tenía una buena relación con mi abuela, su hermana. Parece mentira que un hombre de tan pocas palabras se hubiera casado con la tía Eloísa, pixueta de nacimiento y mercachifle de profesión. Ella nunca se había dedicado con entusiasmo a la venta de pescado, que era lo propio de su familia y sin embargo se dedicaba a comerciar con cualquier tipo de género de los que traían los vendedores ambulantes que aparecían por el lugar, incluso trataba en todo el concejo.
-Siempre supuse que su familia la había dotado adecuadamente como corresponde a la mujer que se casa con un funcionario, al fin y al cabo los carabineros lo somos. Pero aunque su padre era patrón de un barco, lo que hubiera podido darle en dote no justificaba esa prosperidad a menos que hubiera otras actividades más fructíferas que la pesca. No eran frecuentes los matrimonios entre un xaldo, como era el tío Pedro y una pixueta, pero claro para un patrón de pesca, o lo que fuera, establecer alianzas con los carabineros era una oportunidad de expansionar los negocios ilícitos.
-Pude observar que ellos siempre habían exhibido una prosperidad impropia para su posición social y que la prosperidad tenía que deberse al trapicheo de la tía. Siempre habían vivido en su casa por encima de las posibilidades de la casa de un carabinero, aunque éste tuviera la colaboración de su esposa con el pequeño comercio que parecía ejercer.
-Los campesinos estantes, los que no trashumaban, como los de la familia de mi madre y del tío Pedro por tanto, tenían una economía de subsistencia que les permitía criar a sus hijos, ya que la comida no faltaba en sus hogares, la ropa si eran laboriosos tampoco faltaba, ya que podían hilar y tejer su propia lana y vestir toscamente de esa manera. Pero usar camisas de lino en el verano ya no estaba a nuestro alcance.
Estas consideraciones del tío Nemesio me dieron que pensar, más adelante viví la convivencia y la experiencia con otros parientes, mis primos, los hijos de Adolfo, también carabineros, también de las Luiñas. Ellos en Cuba también se dedicaban a actividades ilícitas como descubriría cuando ya me había embarcado en la empresa de emigrar, pero mejor lo dejamos para su momento. Sólo haré ahora un pequeño esbozo.
Muchos años después en Cuba, en 1.922, sufrí y superé la tentación del disfrute de la prosperidad que generaba el delito, lo que me llevó a interrumpir mi experiencia indiana y volví a mi vida de Oviedo con las estrecheces y el desasosiego de sacar adelante una familia numerosa de estudiantes, a los que no quería poner a trabajar de forma precaria, entonces renuncié a la prosperidad de incorporarme al negocio que estaban creando y en el que mis primos me querían incluir.
Hoy pasados tantos años se que renuncié a mucho y no podría estar más satisfecho de no haber escuchado sus cantos de sirena.
Haré un salto en el tiempo para relacionar mis recuerdos con lo que recordaba el abuelo Juan de Cuba. A la vuelta de la guerra me contó mi padre, el optimista Bernardo, y lo cuento ahora porque enlaza con la memoria de mi abuelo, que él mandó una tropa en Cienfuegos y allí construyó un fuerte en madera, y que en Cuba en 1.888 habían liberado a los negros, es decir unos años antes de llegar mi padre a la Guerra.
Los esclavos de las haciendas del portugués, el mayor terrateniente de la zona, habían tomado su apellido, así es que en Cienfuegos hay un montón de personas que se apellidan Etcheverría, según pudo constatar mi padre en su estancia en Cuba. El mundo está plagado de pequeñas casualidades y mi experiencia cubana también me llevó a Cienfuegos, donde pude visitar el fortín construido por mi padre en la guerra, que aun seguía en pie, entonces era empleado como comandancia de la policía. También constaté la existencia de muchos morenos que llevaban un apellido parecido al mío, pero ya llegara ese episodio cuya experiencia me dio tanto que pensar.
No debo dejar atrás Oviñana sin antes explicar el viaje de vuelta de Cuba de mi abuelo, de Juan Echeverría Uranga, creo que hacia 1.842, o por esas fechas. Como quedó dicho, mi abuelo volvió convertido en funcionario, es decir como carabinero y ya el viaje, sin ser de lujo, no se vio sometido a las penalidades del viaje de ida, de ese viaje apenas le oí contar algo que no fuera la llegada al Puerto de Vigo y lo que le sorprendió el idioma de los naturales de ese lugar, allí todos hablaban “ladrando”, eso decía él, -llamabas a uno y te decía: -vou, vou-. Pobre abuelo hacía un chiste facilón, con lo fácil que era sacar punta para reírse de la jerigonza que el usaba.
Por aquellos tiempos el común de las personas en la Península Ibérica no se permitían grandes dispendios, viajar era mucho menos frecuente y en el camino andaban los profesionales del transporte, arriería y carreteros, o bien los viajeros, que en general eran gentes acomodadas que usaban la Posta y los potentados sus propios vehículos. Tengo por cierto que hizo el viaje caminando, me contaba que en ocasiones se unía a otros caminantes. Al parecer resolvía sus necesidades de intendencia presentándose, como era preceptivo, a la autoridad militar de los lugares del camino donde hizo estación en su procesión y disfrutando de las comidas de rancho correspondientes a la tropa de cada lugar.
Él, como las personas carentes de fortuna caminaba descalzo, aun cuando decía que tenia unas botas buenísimas de piel de cebú, que los había muy buenos en Cuba. Que a los de su oficio se los dotaba de botas de cuero de reglamento, suficientemente prácticas y sólidas para afrontar persecuciones de malhechores y contrabandistas por breñales y canchales, donde se mueve uno con más ligereza si se va bien calzado, por muy curtidos que se tengan los pies.
Contaba y yo me lo creo, que una vez, no sé si en este viaje, o en otra ocasión, fue acometido por un salteador de caminos, que pretendía apropiarse de alguna de las escasas pertenencias que él portaba. El abuelo Juan, como era habitual en él, iba descalzo con las botas colgadas al cuello, los cordones atados entre si. A falta de un arma más fácilmente accesible, descolgó las botas y usándolas a modo de maza, le propinó tales botazos al asaltante que lo dejó inconsciente. Lo dio por muerto, por lo que me malicio que no se conformó con darle unos pocos golpes. Y dado que estaba en tierra ajena, escondió lo que pensó que era un cadáver, para tener tiempo suficiente de poner tierra por medio, antes de que los parientes o compinches descubrieran la desgracia del finado.
Cuando me contó esta pelea me dijo:
-Juaco cuando pelees si peligra tu vida no te detengas, pega y pega no pares, si el otro cae písale el cuello de modo que quede invalidado para seguir la lucha, nunca dejes recuperarse al otro, ya sabes, no dejes la golpiza hasta que el otro esté incapacitado para defenderse-.
Afortunadamente nunca tuve que seguir su consejo, pues las únicas peleas mortales fueron con armas de fuego y fue en la guerra de 1936 estuve a punto de perder la vida y arrastré una vida miserable durante meses, hasta que mi cuerpo expulsó los trozos de la ropa que habían quedado dentro.
El médico que me hacía las curas no intuía que había trozos de ropa enterrados por el obús debajo de la paletilla izquierda. El médico me curaba, pero nunca quiso cortar tan profundo, y fue mi organismo el que, aunque deteriorado, fue capaz de expulsar la ponzoña que me envenenaba.
En aquella lucha en la que resulté herido el 22 de febrero de 1937, resistimos el avance del enemigo, pero no hubo necesidad de llegar al cuerpo a cuerpo. El ímpetu de los rojos se veía mermado por la falta de espíritu y el desánimo de las tropas rojas, por mucho que quisieran empujar los dirigentes.
No conozco los detalles de la boda de mis abuelos, pero supongo que las bajadas de mi abuela Josefa con la comida para su hermano Pedro, propició que conociera a Juan y sospecho que él entonces tendría buena planta, pelo ensortijado como algunos de sus nietos y de mis hijos, pero tez clara aunque atezada por el sol como las gentes que entonces no tenían el privilegio de no participar en tareas campesinas o u otras al aire libre. También supongo que el comandante de puesto Nemesio habrá oficiado de templador de acuerdos, buscando darle estabilidad a un hombre fiel que era un puntal para el por la confianza que le despertaba.